Voyeur/voyerista
Persona que disfruta contemplando actitudes íntimas o eróticas de otras personas
DLE™
Me preguntaba si está léxicamente reconocida la existencia del equivalente auditivo del voyeur o voyerista – DLE™ admite ambos usos, siempre que el primero vaya con la consabida itálica y el segundo sin ella –. Por asegurarme de que no se trataba de una carencia personal o de un ligero asomo de anomia prematura, le pasé la pregunta a ChatGPT™ de Openai©. Con ChatGPT™ de Openai© hay que andarse con algún cuidado, porque a mí, por ejemplo, quiso colarme los términos «escucha» u «oyente», a lo que inmediatamente reaccioné apuntándole que DLE™ no reconocía tal acepción para ninguno de ellos. Entonces, con su característica prosa porosa y dicharachera, me regaló esta parrafada artificial:
Tienes razón, y te agradezco por señalar esa omisión. El término «voyeur» se utiliza específicamente en el contexto de la visión para describir a alguien que disfruta observar a otras personas de manera secreta o sin su conocimiento. En el campo de la audición, no existe un término específico que sea un homólogo exacto de «voyeur». Sin embargo, podríamos utilizar términos como «oyente indiscreto» o «escucha indiscreta» para describir a alguien que busca escuchar conversaciones o sonidos ajenos de manera secreta o sin autorización. Estos términos no son tan comunes ni específicos como «voyeur», pero podrían ser utilizados en un contexto similar.
Pues con esto me quedo, aunque, la verdad, un poco decepcionado de que la agudeza artificial de Chat™, si se me permite la confianza de la abreviatura, no le llegue para proponerme, no sé, algo así como «oyeur» u «oyerista», que tan a mano tenía con un mínimo ejercicio de deconstrucción morfológica.
Lo anterior no significa que no existan personas que, cruzando lo que dicen DLE™ y Chat™, busquen el disfrute de escuchar conversaciones o sonidos ajenos, íntimos o eróticos, de manera secreta o sin autorización. Es decir, alguien como Norman Bates, pero capaz de obtener el mismo disfrute de la actividad erótica ajena sin necesidad de aplicar berbiquí (del fr. vilebrequin, y este del neerl. wimmelkijn; DLE™) o taladro (del lat. tardío tarātrum, y este del gr. τέρετρον téretron; DLE™), sino dejando sencillamente que las paredes hablen. De todos modos, resulta significativo (insisto, salvo carencia u anomia incipiente de quien escribe) que no exista un término que capte la singularidad de esta forma de conducta [1].
Para algo así no tengo ninguna explicación que ofrecer. Sin embargo, es posible que el propio dato explique, en parte, que la música no parezca funcionar en sí misma del todo como reclamo erótico y que, históricamente, haya necesitado acompañarse de reclamos visuales como llamada a la atención erótica de sus consumidores. Para plantear la cuestión en sus justos términos, aclaro que mi breve investigación por el universo de las parafilias me confirma que el voyeurismo o voyerismo es abrumadoramente más frecuente en los hombres que en las mujeres, lo que también es acorde con el hecho de que el empleo de reclamos eróticos visuales asociados a la música tome como objeto, también abrumadoramente, a mujeres, habitualmente la propia artista, cuando es lo que toca promocionar, si bien la misma forma de erotismo es igualmente omnipresente en el concepto gráfico de la música hecha por hombres.
En el caso de la música hecha por mujeres, se trata de un ejemplo más de lo que Naomi Wolf denominó en los noventa «el requisito de la belleza profesional», como me recuerda Alberto Olmos [2], responsable en gran medida de que me haya metido en este delicado ejercicio ensayístico. Es decir, la creatividad musical de las mujeres es con frecuencia insuficiente si no se acompaña de una buena carta de presentación visual. O dicho más crudamente – y creo, también, que con mayor exactitud –, a la mujer se le exige un «plus gratuito de erotismo», como bien lo expresa Alberto Olmos con relación al mundo laboral en general. Lo intrigante es que, en el caso del arte musical, parece que no es posible liquidar ese plus a través de la un tanto devaluada moneda del propio erotismo sonoro.
Lo que estoy comentando es de una evidencia tan apabullante que ni necesita ilustraciones concretas. Baste recordar aquí que en una de mis últimas colaboraciones en LaEscena (01.10.23) rememoré la figura de Bobbie Gentry, una mujer cuyo talento compositivo, interpretativo y escénico desbordaba cualquier expectativa de la industria musical, a la cual le habría sido más que suficiente una mínima parte, teniendo en cuenta el plus de erotismo que ya aportaba el agraciado físico de Bobbie. La industria no se tomó muy en serio a Bobbie y Bobbie debió de concluir que la industria no era todo lo seria que sería de esperar. Su carrera musical duró poco más de un lustro, seguramente desengañada por la descarada inmersión del negocio musical en eso que Eva Illouz llama el «capitalismo escópico» [3], es decir, una economía centrada en la mirada, y no en una mirada cualquiera, sino en la mirada masculina. Lo que parece un contrasentido y doblemente absurdo: por derivar a la mirada lo que debería estar orientado ante todo a la audición y por dirigir al hombre lo que debería tener alcance indiscutiblemente universal.
Ocurre, en fin, que la música parece tener, al menos desde el punto de vista de quienes negocian y se lucran con ella – básicamente hombres–, un déficit de capacidad seductora que debe ser contrapesado con una buena oferta paralela en el plano visual, especialmente obligada cuando se trata de contrarrestar la desconfianza que parece generar la creatividad compositiva e interpretativa de las mujeres. Repito que no tengo explicación convincente para nada de esto, aunque constatarlo ya me parece importante. Porque lo constatado tal vez explique, por su parte, algunas cosas que a los chicos de una cierta edad nos llamaban mucho la atención en su momento. Por ejemplo, que las tiendas de discos fuesen tradicionalmente espacios altamente masculinizados. La respuesta fácil siempre ha sido decir que a nosotros nos gustaban los discos y a ellas la ropa y los zapatos, como si algo así pudiese estar inscrito en la naturaleza de unos y de otras. A las chicas no les interesaban las tiendas de discos simple y llanamente porque eran espacios sobresaturados de estímulos eróticos pensados para ellos y, en bastantes casos, vejatorios para ellas. Yo, si hubiese sido chica, también me habría refugiado en las tiendas de ropa y zapatos, que tampoco están nada mal.
Las cosas han ido cambiando y creo que, inesperadamente, para bien, que no es lo habitual. Está claro que el número de tiendas de discos ha disminuido radicalmente, supongo que al mismo ritmo de aparición de soportes musicales alternativos y de electrobazares que se empeñan en hacerlas prescindibles. Pero ahí siguen, funcionando como espacio de venta y encuentro de los muchos amantes de los soportes musicales físicos. Contrapesando el significativo descenso del número de establecimientos, resulta estimulante que se observe cierto relevo generacional entre los consumidores de discos, CD – es inDLE™, debe ir en mayúsculas – e incluso casetes y, con relación a lo que aquí me ocupa, el aumento de la presencia femenina entre quienes curiosean en cajoneras y estantes – radical, si la comparo con mi experiencia adolescente de los años ochenta del siglo pasado –. Quiero pensar que estos dos factores concurrentes lo han favorecido. En primer lugar, el crecimiento exponencial de la propia irrupción de artistas femeninas, tanto en número como en originalidad de las propuestas – casi siempre de la mano de discográficas (más o menos) independientes –. Ciertos géneros musicales se siguen manifestando resistentes, pero la tónica general que vengo observando desde hace ya bastante tiempo es que la oferta musical más excitante, desde el folk (Julie Byrne, Laura Marling, Joan Shelley, Sharon von Etten, The Weather Station…) a la electrónica (Caterina Barbieri, Lucrecia Dalt, Marie Davidson, Juana Molina, Kelly Lee Owens…), proviene del talento femenino – sin pasar por alto aquellas que difícilmente encajan en las etiquetas genéricas a la medida de la tradición musical masculina (Sarah Mary Chadwick, Mitski, Lael Neale, Billy Nomates, Wet Leg…). Y, claro, creo que con ellas se ha venido un poco abajo tanto lo del «plus erótico gratuito» como la asfixiante sobrecarga de «capitalismo escópico» supuestamente requerido para monetarizar debidamente su trabajo. Hoy es perfectamente posible que una artista absolutamente genial como la neozelandesa Aldous Harding haya podido comercializar su tercer disco (Designer, 2019) con una portada que es un simple fundido en negro o que la australiana, no menos genial, Sarah Mary Chadwick haya presentado su álbum de 2021 (Me and ennui are friends, baby) con un primer plano de su entrepierna en short – también InDLE™, debe ir en itálica– liberada de cualquier tiranía depilatoria – tal vez mi portada favorita de todos los tiempos –. Como consecuencia, las tiendas de discos se han reconvertido en espacios mucho más habitables para las mujeres, es decir, para todos.
Ahora bien, habrá entendido mal todo lo que he intentado decir – o lo habrá entendido bien, pero me habré explicado mal – quien piense que la música es algo ajeno al erotismo y a la mirada. Algo así es, de entrada, absurdo, por una razón muy simple: con el genio suficiente, nada es resistente a poder ser transformado en música, a impactar sobre el talento creativo del artista, sobrecoger al oyente e hipnotizar a quien sabe dejar que la música lo posea a través del baile.
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[1] Entre tanto, he consultado, además, el listado y caracterización de las principales parafilias en Wikipedia©, que lista 83 tipos (consulta: 14.10.23), ninguna de las cuales se corresponde con un homólogo auditivo del voyeurismo o voyerismo, que obviamente aparece. Curiosamente, recoge la «necroauditivifilia» (“atracción hacia oír sonidos o palabras de alguien ya muerto”), pero no la «auditivifilia» a secas. La búsqueda de «auditivifilia» en Google™ no da resultados.
[2] Alberto Olmos. 2023. Tía buena, Una investigación filosófica, Círculo de Tiza. La tesis original de Naomi Wolf se encuentra en su libro de 1990 El mito de la belleza, traducido por Continta Me Tienes en 2020.
[3] Eva Illouz. 2020. El fin del amor, Katz. Por cierto, bien por la Academia Mexicana de la Lengua y mal por la Real Academia Española, que recoge e ignora, respectivamente, el término escópico en su diccionario electrónico de consultas y en su DLE™.
Guillermo Lorenzo
Dpto. Filología Española, Área de Lingüística General. Universidad de Oviedo