Nick Drake

el otro día en el bar me dijeron que hablaban de ti en una revista, que la tenían en la biblioteca del pueblo de al lado, a menos de media hora en tren, fui hasta allí, reconfortado por el recuerdo de aquella tarde, cuando volviste con una revista en la que aparecía un artículo sobre ti que nos impresionó profundamente, Molly fue feliz al oír las palabras que le dedicaron a tu música, yo fui feliz al leérselas, hacía mucho que no me subía a un tren y me vino bien ser llevado, incluso la espera en el andén estuvo llena de una energía especial y ya olvidada, me convertí por unas horas en un turista modesto, no en un viajero, desde luego, pero sí en alguien ajeno a las horas cerradas y que se sabe de paso, cuando el tren se detuvo les pregunté a las chicas del asiento de al lado si debía bajarme allí, me dijeron que sí y en su desconcierto identifiqué un reproche hacia mí por haberlas interrumpido, luego, una de los dos, la que estaba más cerca, me dijo que el tren allí no paraba, que no sabía por qué se había detenido antes, les di las gracias, después, cuando me dijeron: Aquí, es aquí, les di las gracias, otra vez, y les dije adiós con la mano, llegado el momento de tomar una dirección, me detuve, y allí permanecí hasta que decidí seguir a la gente, sumarme a su marcha deudora quién sabe si de la voluntad o de la costumbre, cuando llevaba ya unos diez minutos caminando, le pregunté cómo se llegaba hasta la biblioteca a un viejo que, apoyándose o tal vez impulsándose en su paraguas, paseaba por el borde mismo del camino, me dijo que era una especie de carcasa, un edificio singular, que lo reconocería en cuanto lo viera, que siguiera todo recto, que buscase la carretera general, la que había que coger para irse, lo hice, pero antes le di también a él las gracias, retomé el paso, por un instante viví una especie de tregua y supe disfrutarla: me dejé ir con la esperanza de volver con cualquier cosa, fluía, pero de pronto, sin más, una desazón, no sé decirlo: un peso luminoso, un vislumbre de lo mortal, la imagen de un parque bajo la lluvia a última hora de la tarde, un resplandor de noviembre, la cruz verde de una farmacia temblorosa sobre las baldosas mojadas, quise estar en casa, pero me sobrepuse, seguí adelante, Nick, Sal de la tierra, así se titulaba el primer libro que vi en cuanto entré en la biblioteca, en la mesa de las novedades, junto a una silla vacía, por lo que pude leer se trataba de una mezcla de literatura de viajes y escritura meramente descriptiva, como si para el autor lo visto por él fuera algo separado de su experiencia de mirar, un registro insólito, no me dirás que no, dejé el libro donde estaba y me acordé de ti, en tus canciones las cosas destinadas a ser extrañas se daban la mano y, sin embargo, al margen de la música te sucedía lo contrario, que todo aquello destinado a resultarte familiar parecía condenado a serte extraño, fíjate en tus letras, el que mira no participa, deberían reconsiderar el calor de las bibliotecas, me dije, pero en realidad lo agradecí: siempre es bienvenido el calor, algo que se abre para ti y en torno tuyo vuelve a organizarse, le dije en alto el nombre de la revista a la bibliotecaria mientras le enseñaba la servilleta en la que lo había anotado, muy bien, dijo, un momento, y se fue, asentí, la esperé allí, de pie, puse mis manos sobre su mesa, me incliné hacia delante y al momento me eché hacia atrás, no me preguntes por qué, por qué me incliné hacia delante, y por qué me eché hacia atrás al momento, no pesaba, no era gran cosa aquella revista, cuatro páginas, imágenes más que nada, el que firmaba el artículo sobre ti trazaba una breve semblanza tuya, se veía que tu música significaba algo para él, había devoción en su escritura así que supuse que la brevedad del texto se debía a que sus superiores lo habrían mutilado, me sentí bien de todas formas al leerlo, en la estación un tipo alzó la mano cuando el tren entraba en el andén, conocerá al conductor, me dije asombrado ante el gesto de aquel hombre, seguramente él se dedique también a eso, e inmediatamente después comprendí que mi asombro se debía a que por un momento estaba pasando lo que yo necesitaba que pasara, aquel tipo estaba haciendo lo que yo necesitaba hacer: alzar la mano, y que el tren se detuviese, ¿no había logrado yo que la luz volviera?, ¿no lo había conseguido yo la noche antes, durante la cena, cuando tu madre y Nanny la habían dado por perdida?, sólo tuve que insistir y dar vueltas, una y otra vez girar la bombilla, si fue posible el regreso de la luz, ¿por qué no iba el tren a detenerse?, ¿qué es el tren en esto que te cuento?, ¿qué soy yo por el simple hecho de contártelo?, ¿qué eres tú por mí convertido en este extraño interlocutor?, tristemente oscurece en los pueblos, donde no sólo se recorta la sombra, al día siguiente fui a la otra biblioteca, la de aquí, la de siempre, a ver si había algo sobre ti, nada, no había nada, querías cantar, seguir cantando, que a ti se debiera algo bello, ofrecer así lo que necesitabas que alguien te brindase, pero te costaba mucho sacar adelante tus letras, incluso tu voz te había empezado a fallar, en la guerra una canción es lo que sigue o precede a la batalla y yo, entonces, porque echabas de menos la música sabía que el enemigo aún no había acabado contigo, a más de uno tus canciones le parecían tristes, pero no eran tristes, eran acogedoras, ¿puede haber algo más acogedor que la melancolía, la fuerza resultante de la combinación imposible de todas nuestras carencias?, ¿puede haber algo más cálido, más confortable?, cuando cantabas, hablabas con tu madre, es duro, Nick, corregir al viento, eliminar el subrayado de las hojas, bordear la piedra, ahí sigues, cómo no ver en ese árbol desnudo una mano que se ofrece, o pide, cómo ignorar esa imagen, confundimos la fe con lo que la fe nos hace creer, es cosa de todos, no te preocupes, para unos y para otros la vida acaba siendo una derrota, hijo mío, pero sólo para unos pocos infelices termina siendo un fracaso, la confianza depende de los resultados; la convicción, del proceso, y porque te acabaron fallando las dos cosas sentiste que en realidad eras tú quien les había fallado tanto a la una como a la otra, si la música era tu único refugio, ¿cómo te ibas a sentir cuando, tal y como le dijiste a tu tía, se había convertido en algo que había llegado a darte miedo?, ¿dejó de correr el río dentro de ti o desapareció el mar en el que debía desembocar el agua que eras?, ¿sabes qué es lo que menos me gusta de las hojas secas?, que no muestran resistencia cuando alguien las rompe, y suenan, acaba de llegar una chica, de tu edad más o menos, bueno, de la edad que tendrías ahora, no la oí llegar, la tierra no devuelve los pasos, hacía mucho que nadie se acercaba hasta aquí, su pelo es liso, castaño, y asoma bajo un gorro de lana marrón, lleva unas gafas de sol negras, muy grandes, un abrigo de paño claro y una bufanda también marrón en torno a su cuello, me ha saludado y se ha quedado ahí, a la espera de que acabe de hacer lo que estoy haciendo, termino de reunir con la puntera de mi zapato las hojas caídas, dejo de recorrer con mi mano la piedra, gris, que te celebra, añado a mi saludo una sonrisa y asiento, me hago a un lado, pero no me voy, ella asiente también y se acerca hasta tu lápida, aunque la lentitud de los pasos con los que ha iniciado su marcha hacia el lugar donde te supone me hace ver que le ha sorprendido mi actitud, que habría preferido que me fuese, que la dejara sola frente a ti, apoyo mi espalda en el roble y miro, me siento con derecho a hacerlo, la chica se vuelve, me mira y después mira, inmóvil y seria, tu lápida, tiene eso la tierra, sin pretenderlo te obliga a bajar la cabeza, y eso es todo lo que hace esta chica, estar ahí, mirando, quieta, con la cabeza baja, no hace nada y sin embargo rebosa, ojalá pudiera decirlo de otra manera, eso es lo que está pasando, que rebosa, me suena de algo esta chica, me suena, mucho, pero no sé de qué, supongo que ciertas almas escogen una misma manera de reclamar la carne en torno a ellas, se levanta un aire frío y las pocas gotas de lluvia que han empezado a caer pasan a ser algo molesto que entraña una amenaza pero no un peligro, la chica se acerca hasta mí y en un inglés muy suyo me dice cómo se llama y me pregunta si sé de algún sitio donde pueda tomar algo caliente, faltan más de tres horas para que salga su tren y no sabe dónde ir, caigo al momento: la he visto en el periódico y en una ocasión nos escribió a tu madre y a mí preguntándonos el lugar y la fecha exactos de tu nacimiento porque quería crear una carta astral para ti, no le hago saber que la he reconocido, ni le pregunto por qué no contestó a nuestra carta, en lugar de eso, le digo que también a mí me vendría bien algo caliente y abro mi paraguas y me ofrezco a acompañarla, rodea con sus manos la taza, me gusta ver eso: el vapor que asciende y alrededor unas manos, no dice nada, yo tampoco, de vez en cuando da un sorbo y al posar nuevamente la taza sobre el plato sonríe, yo también, alguien se ha dejado la puerta abierta al marcharse y la corriente, fría y en principio fugaz, se queda con nosotros más tiempo del que esperábamos, hablo en plural porque en el momento en que yo pienso eso, cuánto dura este frío, ella se levanta y cierra la puerta, sentada de nuevo frente a mí me dice de dónde es, se lo agradezco, su acento puede ser una procedencia pero no tiene por qué ser un origen, pese al gorro de lana, las gafas y la bufanda que le cubren medio rostro, uno la mira y siente que está ante una mujer hermosa, muy hermosa, tiene eso que sólo tienen las mujeres francesas, eso que se les cae sin que les importe que se les caiga y que precisamente por ello no se les llega a caer del todo, con timidez, o quizá directamente con miedo, me pregunta qué hacía allí, frente a tu tumba, si te conocía, le digo que yo tuve un hijo, un hijo que amaba la música, al que perdí, le digo que mi hijo se llamaba William, que yo me llamo Leonard y que descubrí la música de Nick Drake escuchando sus discos, ella asiente, como si comprendiese, me pregunta si estoy viudo, le digo que no, entre risas, que por qué iba a estarlo, me dice que la disculpe, que no sabe por qué ha dicho eso, no pasa nada, le digo, ella asiente, con vehemencia, como si estuviera disculpándose de nuevo, y al ver en mi expresión cuánto me extraña que haya asentido después de que yo le dijera que no pasaba nada, sonríe como si se encogiera y me dice que tiene que ir al baño, acaba de volver, sus manos otra vez alrededor de la taza aunque tanto la taza como su contenido deben de haberse enfriado ya un poco, le pregunto si está bien, si eran amigos, me dice que sí, que está bien, que apenas le conocía, que se habían visto en París pero no habían hablado mucho, que ella también canta, que aprovechó la gira en la que se encuentra inmersa para acercarse hasta aquí, cuánto le importa la música de Nick Drake, asiento, le pregunto cuál de sus discos le gusta más, cuál es su canción preferida, qué cree que pasó.

Chus Fernández es escritor