La noche del sábado 24 de febrero de 2018 volvió a Asturias, esta vez al Teatro Jovellanos de Gijón, ‘Yo, Feuerbach’, una obra que desde su estreno en el Lliure de Montjüic, dentro del Grec Festival de Barcelona de 2016, y su paso por el Teatro de la Abadía de Madrid, no ha hecho más que cosechar éxito de público y de crítica. El texto, firmado por el dramaturgo Tankred Dorst, retrata con realismo lírico la personalidad de un actor que busca una segunda oportunidad en la única profesión que conoce y de la que lleva apartado siete años. La frase con la que entra en escena, «¡Luz! ¡Luz! ¿Alguien me ve?», dirigida hacia la sala, buscando con la vista al director que le va a hacer una prueba para un papel, también la dice Feuerbach al público que ya no tiene y a la sociedad que hace invisibles a las personas de una determinada edad que por una situación de crisis personal, laboral o profesional, se ven obligados a reinventarse y a volver a empezar.
Y deben hacerlo en un mundo distinto ya del suyo, el mundo del whatsapp, donde todo se conoce «relativamente», con «palabras flácidas», en el que los actores son «intérpretes que se presentan a sí mismos como personajes», y los jóvenes los únicos aparentemente capacitados, o discapacitados, para poder vivirlo, trabajarlo y gobernarlo. Unos jóvenes que ocupan puestos de prestigio o responsabilidad, como el de Ayudante del director que representa el otro actor de la función, Samuel Viyuela, sin estar realmente preparados o sin merecerlo, al menos desde los criterios de valor que representa Feuerbach.
Ese choque generacional evidente en la obra resulta también muy interesante a nivel dramático. La condensación de todo el texto y de la puesta en escena en esos dos actores los sitúa en un primer plano del espectáculo, en el que desde luego destaca el genial protagonismo de Feuerbach, interpretado por un versátil y poliédrico Pedro Casablanc, que hace suyo al personaje siguiendo las propias directrices del actor al que da cuerpo en la obra, olvidando y siendo «ignorante y ajeno a sí mismo», accediendo «al vacío para verlo todo como por primera vez». Y ante él, en locuaz silencio de difícil compostura escénica, el personaje del joven ayudante de director, interpretado a la altura de su contrapunto por el también joven actor Samuel Viyuela (que el pasado año visitó Avilés, en aquel caso la sala club del Niemeyer, para representar en el marco del Off, Perra vida).
Su necesario paroxismo ante los monólogos enlazados de Feuerbach, que éste disfraza de falsos diálogos con pequeñas alusiones al otro personaje, refleja la mirada estupefacta por momentos del público, que observa como aquel, con desconcierto, sorpresa, risa o lástima, las acciones o palabras de ese actor que lucha por volver a subirse a un escenario y de esa persona que intenta volver a la vida. El patetismo del personaje, del actor enajenado y víctima de sus delirios, y de la persona que aún enferma sigue queriendo vivir, golpea y conmueve al mismo tiempo al espectador, que paralelamente con el personaje del joven, va descubriendo cómo ese mundo que ambos habitan, y también el público, obliga a las personas a fingir y actuar, y a ocultar la verdad, sólo para poder lograr una segunda oportunidad, en lo profesional y en la vida. Al principio el protagonista monologa, establece pseudo-diálogos, pero a medida que los dos personajes se acercan y conviven, las interacciones comienzan a ser más reales y aparece la verdad: la de Feuerbach, la de su enfermedad mental y la causa de su desequilibrio; la del joven, la falsa admiración por un director al que en realidad no soporta, que «vive comiendo remolacha». Entonces, la distancia entre ambos se diluye y convierte lo antes patético en algo dolorosamente humano. Y lo mismo sucede en la sala.
«Es una obra conmovedora donde resuenan las grandezas y miserias de la condición humana. Habla de la necesidad de segundas oportunidades», cuenta Antonio Simón, director del montaje, que sin duda ha captado el trasfondo de la obra del alemán Tankred Dorst: escribir un texto sobre los muchos que no consiguen ser protagonistas, sobre lo difícil que es salirse del sistema y volver a entrar en él y sobre la dureza y falta de generosidad de la sociedad actual. Al mismo tiempo, Simón logra ceñirse a la no menos acertada adaptación de Jordi Casanovas, cuya versión ha llevado a los otros personajes circunstanciales del original al fuera de campo (oímos la voz de la regidora, Núria García) y ha concentrado el espacio en una sala de ensayos, con lo que se consigue no dispersar la acción (sólo rota por las incursiones de la megafonía, que por otro lado no hacen sino enfatizar la poca importancia de la vida y sentimientos de Feuerbach, cuyo interés narrativo es incluso superado por la simple acción del perro perdido). Este clima íntimo que se crea en el montaje, y que se refuerza desde los diseños del sonido, de Nacho Bilbao, y de la iluminación, de Pau Fullana, presidido por la interpretación y lucimiento de Pedro Casablanc, acerca al público a la obra de una forma más directa, posición desde la que sin duda resulta más fácil cuestionar los valores de este mundo contemporáneo. Como dice el actor protagonista de la obra, cuyas intervenciones al respecto bien se podrían entender como un compendio elaborado o un tratado sobre el arte teatral, «en el teatro no se representa toda la vida, hay huecos» y esos huecos, esos vacíos, esas carencias, también existen en nuestra realidad.
Rosana Llanos López es profesora especialista en teatro
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